Por Agustina SosaFoto: El País

Hace días vengo pateando esta nota. Pero entonces sucedió: tener que informarle a una de las personas que más quiero, que a un familiar le dieron muy mal los resultados de un estudio, se sintió como un martillazo en la cabeza que dejó retumbando en mis dientes la noción de que este contexto empeora todo. Desde que empezó la cuarentena obligatoria (para muchos de nosotros empezó antes al haber estado en contacto con personas provenientes de países europeos) la vida se volvió una película narrada en presente continuo, en donde el protocolo para ir hasta la farmacia o volver del supermercado, incluye una serie de pasos de desinfección que llenan nuestros días.

Los días, sabemos, perdieron cualquier tipo de estructura y cenar a las 3 de la mañana o desayunar al mediodía nunca se sintió tan libre, tan gozosamente permitido, y -a su vez- tan desabrido. Y en esta nueva realidad que habitamos socialmente como configurándonos una nueva lógica, más parecida a estar todos juntos sentados en el sofá del living, esperando la conferencia de prensa del presidente Alberto Fernández, o compartiendo cientos de recetas y tips de supervivencia en las redes sociales, una sola cosa es segura: nadie sabe cuándo terminará todo esto.

Slavoj Zizek dice, en el libro viral “Sopa de Wuhan” (que circula en la web apto para descargar en PDF), lo siguiente: “El punto no es disfrutar sádicamente el sufrimiento generalizado en la medida en que ayuda a nuestra causa; por el contrario, el punto es reflexionar sobre un hecho triste de que necesitamos una catástrofe para que podamos repensar las características básicas de la sociedad en la que nos encontramos”. Pienso que en este fragmento resume algo muy importante: por un lado, cómo hacer desde las ciencias sociales o desde el humanismo más teórico para evitar analizar todo esto sin disfrutar del intento de tener respuestas inmediatas, salvavidas conceptuales o brújulas intelectuales cuando todavía no podemos ni siquiera reponernos del martillazo inicial, que fue descubrir que ese virus que por enero minimizábamos por encontrarse tan lejos, hoy nos tiene en jaque amenazándonos desde la vereda.

Por otro lado, además, cómo evitar la tentadora hipótesis de que toda crisis implica un cambio optimista o para mejor, una sociedad fortalecida o un capitalismo financiero humanizado. ¿Qué haremos con la decepción si nos topamos con que al final nada cambió?

El día que Tinder cruzó océanos y escuchó nuestros miedos

La aplicación de citas o encuentros conocida como “Tinder”, habilitó hasta el 31 de abril, la posibilidad de modificar de manera gratuita nuestra ubicación geográfica y elegir cualquier sitio del mundo. Por ese motivo (convirtiéndose en una de las esferas con las cuales hacer malabares entre el aburrimiento, la comida y las series) muchos millennials decidimos descargar esta app para ver qué encontrábamos del otro lado. Para poner un tono risueño, diré que en un primer momento la sorpresa estuvo dada por esas imponentes fotos de perfil que eligen los suecos, suizos, italianos o ingleses, en donde reinan las altas definiciones, los efectos bien logrados, paisajes de calendario o mascotas de portarretratos.

Pero lo que muchas no hubiésemos imaginado, es que detrás de ese intercambio de likes con esos muchachos que parecen extraídos de las pasarelas de las semanas de la moda, no existió manera de entablar un diálogo que dejara de lado una palabra: pandemia. Tanto ellos como quien escribe fuimos descubriendo que no existía manera de evitar hablar acerca de lo que está pasando allí afuera. ¿Tinder se había convertido en algo más que ese catálogo superficial que siempre sirve de placebo? Bueno, algo de placebo aún tiene, sólo que el motivo del dolor inicial trasciende mucho más que una cuestión circunstancial en la vida personal, y responde más a un dolor de humanidad o existencial.

Si hay algo que me dejó de enseñanza esa estadía por Tinder, (además de que la mayoría de los italianos parecieran llamarse Alessandro, Andrea y Federico), es que la manera de transitar este dolor de algunos países como Italia o España es bastante diferente a la nuestra. Hay algo de un dolor en el ego que aún nos recuerda que ellos fueron imperio. Imperios hoy caídos y azotados por el COVID-19, pero también por una Unión Europea inexistente que los arrojó al fondo del patio (otra vez), se olvidó de ellos y les recordó que hoy en día Alemania y Francia son quiénes imprimen el “sálvese quien pueda”. Este dolor de autoestima intenta reponerse cuando cuentan que marcas como Armani fabrican barbijos o Ferrari intenta acelerar la producción de respiradores, dos cosas que ellos sienten como un gran orgullo nacional que oxigena una escena cargada de ataúdes y cifras catastróficas.

Dice el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi: “Lo que provoca pánico es que el virus escapa a nuestro saber: no lo conoce la medicina, no lo conoce el sistema inmunitario. Y lo ignoto de repente detiene la máquina. Un virus semiótico en la psicósfera bloquea el funcionamiento abstracto de la economía, porque sustrae de ella los cuerpos.” Pareciera haber en los españoles e italianos un enojo y una desesperación que también les ayuda a protegerse del doloroso escenario actual, la no menos justificada angustia por el futuro económico que les espera. Y nos espera a nivel mundial. Pero, pienso, que quizás la particularidad de este nerviosismo por la incertidumbre en el plano económico, laboral y social que muchos europeos hoy atraviesan, sea algo que en mayor o menor medida en este rincón del mundo tenemos más o menos masticado. Hemos aprendido a vivir y sobrevivir, al menos los argentinos, con la constante sensación de que pronto todo podría derrumbarse. Así como nuestros hermanos chilenos, han aprendido a vivir con la insoportable sensación de que todo podría derrumbarse por un terremoto sin previo aviso. Distintos rasgos- reflexiono apresuradamente- en un contexto todavía demasiado contemporáneo como para poder teorizar de una manera más contundente.

Salvar miles de vidas sentados en un sillón

Alguien puso en Twitter algo así como que no podemos entender que hay miles de vidas que están siendo salvadas gracias a la cuarentena, porque no las vemos. Están siendo salvadas, añado, gracias a la voluntad de un gobierno que logró capturar a tiempo la situación en los países en dónde el virus había atacado primero, y –con ello- ganar tiempo. Las coordenadas tiempo y espacio se volvieron dos grandes ejes y armas para luchar contra un bien denominado “enemigo invisible”, que está arrasando con la vida de, principalmente, adultos mayores y, también, aquellos países en donde el sistema de salud pública se vio desprotegido en los últimos años.

Por citar un ejemplo, podríamos decir que en los últimos diez años, en Italia se recortaron alrededor de 37 mil millones del sistema de salud pública, se redujeron las unidades de cuidados intensivos y el número de médicos generales disminuyó drásticamente. Esto implica la reducción del número de ambulancias, construcción de hospitales, y, obviamente, adquisición de insumos como respiradores.

No es que nuestro país estuviese muchísimo mejor, recordemos que el gobierno de Mauricio Macri eliminó el Ministerio de Salud. Pero, sin duda alguna, ha sido la capacidad de Fernández con su actual gabinete lo que logró “timonear” un país en forma de barco bastante devastado, en una de las peores tormentas que nuestro país pueda registrar.

A los argentinos nos cuesta sentirnos orgullosos de nosotros mismos. O –mejor dicho- oscilamos entre la creencia de que somos los mejores o los peores del mundo. Bueno, será hora de aprender a sentirnos bastante orgullosos de nosotros mismos, aunque cueste sentirse héroe sentado en un sillón haciendo zapping, jugando con el celular o viendo noticieros.

No puedo (ni quiero) elaborar reflexiones mucho más profundas por el momento, simplemente porque la incapacidad de reacción frente a la gravísima situación que nos espera, me impide que lo haga. Pero puedo decir que dentro de la multiplicidad de sensaciones que habito a diario, hay una que ha quebrado con todo lo que hubiese imaginado: quiero volver a abrazar a mis amigos y decirles que todo estará bien. A todos ellos: a los que se quedaron sin trabajo recientemente, a los que no saben si tendrán que volver a vivir con sus padres, a los que tienen algún padre en una situación de enfermedad crítica con todo lo que eso implica ahora, a los que –como yo- tiemblan ante la posibilidad de que este virus enferme a alguno de sus viejos.

Quizás nos tocó volvernos adultos en un contexto hostil y bastante de golpe; ¿acaso existe otra forma de volverse adulto? Pero una cosa es segura: quiénes timonean el país son aquellos de la generación que siempre supo hacer cosas y no detenerse, aún en las peores de las pesadillas. De esta, también saldremos gracias a ellos. Y también gracias a nosotros aunque nos cueste creerlo. Algún día.

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here