La conquista del oeste

Por Jorge Etchevarne


Córdoba, domingo 3 de enero de 1915, seis y treinta horas.

La mañana se presentaba fresca y perfumada ese primer domingo del año nuevo, aunque el agradable ambiente pronto sería caldeado por un sol ardiente camino a su cenit. 

Las recientes lluvias, las más copiosas de los últimos años, habían convertido en lodazales la mayoría de las calles de la capital, pero al menos habían traído un poco de alivio a la extenuada humanidad de sus habitantes tras el implacable calor de la última semana.

El ir y venir de automóviles negros, de los cuales descendían damas y señores vestidos para la ocasión, alteraba la tranquilidad de la avenida General Paz (o “la calle ancha”, como se la conocía) algo inusual en un día de descanso y a hora tan temprana. Faltaba todavía para que el campanario de Santo Domingo llamara a misa.

El escenario donde se desarrollaron los hechos relatados en esta crónica. Vista de la “calle ancha”, denominada “La Paz” (actualmente General Paz-Velez Sársfield) en la que se aprecian la fachada de la mansión de Félix T. Garzón de estilo francés, utilizada por Ramón J. Cárcano como residencia y sede de gobierno durante sus dos mandatos (actual Museo Genaro Pérez), el campanario de la basílica de Santo Domingo. Más allá, la torre de observación del Hotel La Paz (demolido en 1965) en la esquina de 27 de abril. Postal de época. Punto de toma esquina General Paz y 9 de Julio.

Los autos que iban llegando se enfilaban junto a la vereda donde se encontraba la señorial casona de estilo francés, en la primera cuadra de la tradicional avenida. Sus chauffeurs cuidaban de que los mimados vehículos no estorbasen el paso de los tranway, en caso de que alguno de ellos osara aparecer.

Resultaba obvio que el protocolo establecido no se cumpliría. La elegante mansión que había hecho construir Félix Tomás Garzón se encontraba colmada de funcionarios de gobierno y personalidades de la política cordobesa, ansiosos por partir, pero el gobernador se hacía rogar, refugiado en su recámara de la planta alta.

También brillaban por su ausencia los delegados del gobierno nacional que habían llegado de Buenos Aires el día anterior en el expreso nocturno del Central Argentino. Hospedados en el hotel La Paz, a pocos pasos de distancia, tampoco daban señales de vida.

En su habitación, Cárcano caminaba nervioso de un lado a otro, ensimismado en sus pensamientos. Más de una vez reprimió sus deseos de encender el primer cigarro del día, a sabiendas que le caería mal por tener el estómago vacío, ya que por todo desayuno solo había apurado un café.

Este sería un día memorable, uno de los más importantes de su carrera política, esta vez como gobernador de Córdoba, y estaba dispuesto a demostrar su vocación progresista. Seguramente su orgullo igualaba al que había experimentado Juárez Celman cuando impulsó la construcción del dique San Roque, obra que no alcanzó a inaugurar cuando era presidente de la República debido a los acontecimientos de El Parque.

Había hecho lo posible para adelantar los tiempos de la obra, pero las dificultades que los constructores debían enfrentar, propias de una tarea ciclópea, retrasaron los trabajos. Ya se lo había advertido el ingeniero Pagliari: el camino hasta Tránsito no estaría finalizado sino hasta dentro de tres o cuatro años.

Imposible. Él no iba a permitir que su sucesor -¡Dios nos libre si fuera radical!- tuviera el honor de inaugurarlo, alzándose con los laureles que por mérito consideraba propios.    

Entonces… ¿por qué no adelantar el ansiado evento? El primer tramo hasta Copina ya casi estaba listo, y su amigo Carlos Paz, quien había insistido tanto como el finado Brochero para que esta obra llegara a buen término, sostenía el mismo parecer.

Así las cosas, había dispuesto que se haría un acto inaugural ni bien concluyese el primer tramo del camino, a todas luces el más fácil de realizar porque desde Los Puentes hasta San Antonio ya era transitable, restando una corta distancia para alcanzar Copina, al pie de la Sierra Grande.

Lo importante era consolidar el primer paso, recrear expectativas en su gobierno, inyectar optimismo en una época aciaga para el mundo, porque la guerra europea, aunque lejana, acarreaba perjuicios económicos para la provincia y las consecuencias sociales se hacían sentir. Una legión de desocupados deambulaba por las calles de la ciudad demandando a los poderes públicos qué hacer.

Su prosecretario, Cisneros Malbrán, tocó la puerta avisándole que los funcionarios nacionales habían llegado, justo en el momento que él los observaba ingresar desde el ventanal que daba a la calle, impaciente por su retraso. Parecía mentira; quienes estaban más cerca del lugar de la cita, resultaban ser los más rezagados ¿demorados por un desayuno tardío? No, seguramente querían hacerle notar la importancia de sus investiduras.

Tiró de la cadenita, sacó del bolsillito del chaleco su reloj plateado, levantó la tapa labrada con las iniciales de su nombre y miró la esfera. Las siete y veinticinco. Se hacía tarde.

Se encaminó hacia la puerta no sin antes detenerse frente al espejo para mirarse por última vez antes de abandonar la habitación. Ajustó el corbatín, palpó el bolsillo derecho del saco asegurándose de llevar consigo el discurso que había preparado, tomó su bastón y su sombrero, y salió del recinto.

Las voces ininteligibles de innumerables conversaciones entremezcladas llegaron hasta él desde la planta baja. Se asomó por la barandilla de la escalera, observando desde lo alto al abigarrado grupo que lo esperaba en el gran salón de recepción.

Allí estaba su hijo Miguel Ángel, oficiando de recepcionista en el hall de entrada. Detrás de él el vicegobernador, Félix Garzón Maceda, conversando animadamente con los ministros de Gobierno Justino César, y de Obras Públicas Juan González.

Allí estaban los representantes de la industria y del comercio de Córdoba, Domingo Minetti, Gabriel González Solla y Ceferino Revuelta, representantes de la Bolsa de Comercio, seguramente especulando sobre futuros negocios que harían cuando se liberase el camino a tras la sierra.

Allí estaba buena parte de los legisladores provinciales, la mayoría demócratas, entre ellos el senador Julio Deheza, representante de los departamentos del oeste, los cuales se verían beneficiados en poco tiempo más por su magna obra.

Allí estaba también la persona que Ramón J. Cárcano consideraba indispensable por razones obvias; el director de Vías de Comunicación, Arturo Pagliari, quien había trabajado incansablemente en la elaboración del proyecto y su puesta en marcha. A él le debía buena parte de su propia gloria.

Descendió los peldaños con la parsimonia de quien controla la situación, deslizando sus dedos a lo largo del pasamano. Su sonrisa, enmarcada por bigotes enhiestos, irradiaba alegría. Saludó al gentío alzando levemente su brazo derecho y recibió un cerrado y espontáneo aplauso.

En el rellano, estrechó algunas manos, miró sobre los hombros como tomando lista a los presentes y se dispuso a hablar. El murmullo cesó.

_ ¡Señores, hoy haremos historia! _dijo con aplomo. 

Todos asintieron moviendo sus cabezas, convencidos de la sentencia.

Le ordenó a su secretario que repartiera las escarapelas. Él fue el primero en recibirla e inmediatamente la prendió de su solapa. El resto de los presentes lo imitó. Era un moño grande y sus colores patrios contrastaban vivamente en los trajes oscuros. 

Un asistente le avisó que la banda de música había llegado en el tren al dique San Roque y estaba siendo trasladada en lanchas hasta el lugar de la ceremonia. Cárcano sonrió satisfecho, giró sobre sí, atravesó el umbral y salió a la calle; y tras él, todos los demás.

Los invitados que habían permanecido en los jardines aguardando su aparición, entre ellos los cronistas de prensa, se sumaron a la comitiva que lo seguía. El gobernador se detuvo un instante antes de abordar su vehículo, miró al cielo, despejado por primera vez en muchos días, e intuyó que ese domingo estaría cargado de emociones.

Se acomodó en el espacioso “Berliet” modelo 1914 que su amigo de Tanti, Federico Roldán, le había prestado para la ocasión, dándole el gusto de viajar en un coche europeo. Incluso el mismo Roldán, que ya se encontraba al mando de la máquina, haría de chofer.

Todos ascendieron a los autos que fueron puestos en marcha por los diligentes conductores, provocando una desacompasada sinfonía de metales. Uno tras otro, veinticuatro en total, partieron rumbo a la Plaza Vélez Sarsfield, formando una caravana detrás del auto guía.

Cuando pasaron frente al teatro Rivera Indarte, Cárcano contempló el magnífico edificio de estilo ecléctico, adornado con graciosas esculturas clásicas, recordando las gestiones que tuvo que realizar siendo ministro de Ambrosio Olmos para darle a Córdoba su coliseo.

Dejando atrás la flamante escuela de varones con su innovadora fachada poligonal, los vehículos rodearon la rotonda donde se erguía el monumento al codificador y siguieron avanzando por la avenida bautizada con su nombre, buscando el camino a San Roque.

La vía por la que transitaban, separaba, de hecho, dos mundos opuestos y esencialmente contradictorios. Hacia el oeste, la parte vieja de la ciudad, todavía dominada por El Abrojal, pobre y relegada, con sus calles angostas y tortuosas.

Hacia el este, el moderno barrio de Nueva Córdoba, delineado por el Carlos Thays, con avenidas amplias y elegantes paseos, donde surgían, aquí y allá, magníficas residencias que la gente distinguida mandaba construir.

Como un invisible resorte, la caravana por momentos se alongaba y por otros se comprimía. De manera similar a una disciplinada fila de hormigas negras, los automóviles doblaron a la derecha por la calle Pueyrredón para rodear el Pueblo Nuevo y buscar la cuesta San Roque.

Cuando cruzaron la temperamental cañada, el curso de agua se mostraba calmo, pero las marcas dejadas en el calicanto acusaban que poco había faltado para que el torrente del día anterior desbordara y causara una tragedia.

Ya en Los Altos, el gobernador le pidió a su ocasional chofer que sacara provecho de los 36 H.P. de los que tanto alardeaba. Roldán apretó el acelerador y el torpedo pareció volar sobre el macadam.

Cárcano no pudo reprimir una mueca de satisfacción cuando comprobó que la disparada había tomado desprevenidos a sus escoltas. Felizmente para ellos, la lluvia caída en la víspera los libraría de la nube de tierra.

En Los Puentes los esperaba el Jefe Político de Punilla y el obispo de Córdoba, monseñor Zenón Bustos. Este último no solo daría su bendición a la obra vial; también debía inaugurar la capilla construida y donada por Carlos Paz y su esposa.

Sí, este sería un gran día para todos…


El domingo 3 de enero de 1915, cuando Villa Carlos Paz apenas era un caserío de escasa importancia, se realizó en el entonces paraje conocido como “Los Puentes” un acto público multitudinario encabezado por el gobernador Ramón J. Cárcano, acompañado por funcionarios de gobierno, legisladores provinciales y nacionales, jueces, militares, eclesiásticos, residentes, turistas, y gran cantidad de pobladores del entorno, resultando un evento de gran trascendencia.

En primer término, el obispo diocesano de Córdoba, Zenón Bustos, habilitó al culto religioso la primera capilla del pueblo bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen, la que fue construida y donada por el matrimonio de Carlos Paz y Margarita Avanzatto. Era un sencillo edificio de ladrillo, madera y piedra que fue demolido en los años ´50 para construir la casa parroquial. Un portal similar al original fue erigido años atrás al final del pasaje del Carmen para recordar su pasada existencia.

Seguidamente, Cárcano y su comitiva se dirigieron al punto de inicio del Camino a Las Cumbres, frente a la casa de Carlos Paz (actual esquina de calles 9 de Julio y Lisandro de la Torre) sitio donde se realizó el acto formal de inauguración de este camino. En la ocasión, el gobernador descubrió el monolito de piedra que actualmente se encuentra en la plazoleta de la Secretaría de Turismo, en avenida San Martín esquina H. Irigoyen.

El camino a las Altas Cumbres, que todos reconocemos por sus puentes colgantes, fue la más importante obra vial de su época, no solo por su complejidad técnica sino también por su trascendencia política y económica, solo comparable con otra obra majestuosa: el dique San Roque.

Con su apertura se rompió el aislamiento secular de los pueblos del oeste de la Provincia, constituyendo una obra estratégica para la integración y el desarrollo de esa región desarticulada de Córdoba, representada por los Departamentos de Minas, Pocho, San Alberto y San Javier.

Vencer el macizo de Achala, accidente orográfico que durante siglos se presentó como una barrera infranqueable, que no solo dividía aguas sino también oportunidades, fue el desafío encarado por el gobernador Cárcano en su primer período de gobierno (1913-1916).

Navegando en la corriente del “progresismo”, inspirado por la acción pastoral del presbítero José Gabriel Brochero y atendiendo demandas del Jefe Político de Punilla, Carlos Nicandro Paz, ordenó elaborar un proyecto vial para integrar la economía y la población de tras-la-sierra al resto del territorio provincial.

Bajo la dirección del infatigable ingeniero Arturo Pagliari, director de Vías de Comunicación, se inició la obra a mediados de 1914 y fue avanzando por etapas, concluyéndose totalmente en 1918, cuando ya Cárcano había dejado la gobernación.

A partir de entonces la naciente Villa Carlos Paz se convirtió en el punto de bifurcación de los caminos serranos, uno con rumbo norte hacia Cruz del Eje y otro con rumbo sudoeste hacia Villa Dolores, constituyéndose en un lugar de paso obligado para todos los viajeros.

Por esta razón nuestra villa adquirió relevancia y comenzó a ser considerada un lugar atractivo para ejercer el comercio y emprender actividades asociadas al turismo, lo que significó en la práctica un lento pero sostenido crecimiento como centro vacacional.

El monolito de piedra, admirablemente tallado sobre relieve en un solo bloque de granito extraído de la misma montaña que había sido vencida a fuerza de explosivos, resiste el paso del tiempo, condenado al olvido, en un lugar alejado de su sitio original, pues el “progreso”, que muchas veces se lo entiende como “deshacerse de lo viejo para crear algo nuevo”, lo relegó de las miradas y de la memoria.

En el año 2014 se iniciaron gestiones para trasladarlo a su sitio original y ponerlo en valor, ya que habían desaparecido las causas que motivaron su remoción. Al efecto, el Concejo de Representantes sancionó la Ordenanza Nº 5931 del 20 de noviembre de 2014, la que dispone su traslado y puesta en valor, pero a la fecha nada concreto se hizo.

Solo al tomar conciencia de su significado fundacional, esta obra de arte tallada en el granito podrá ser valorada en su justa medida, rindiendo así homenaje a los constructores de tan magna obra.

En cuanto al “camino de los puentes colgantes”, es triste comprobar el acentuado deterioro de su trazado y la progresiva destrucción que se ha hecho de estas admirables estructuras metálicas que sortean las profundas quebradas, maltratadas por vándalos, rotas por carreras automovilísticas, expoliadas por amantes de los fierros viejos, y abandonadas por los funcionarios de turno.

Ni siquiera el hecho de haber sido distinguido como una de las “Siete Maravillas Artificiales de Córdoba” ha movilizado el interés de las autoridades provinciales para actuar en consecuencia, adoptando medidas de protección y salvaguarda de este patrimonio histórico de los cordobeses, quienes, como de costumbre, esperamos hechos y no palabras.

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