A 87 años de la muerte de Carlos Nicandro Paz: el día que nos quedamos huérfanos

Por Prof. Jorge Etchevarne

Lunes 13 de enero de 1930, ocho horas.

Promediaba el verano y la capital aparentaba estar desierta. Pero esa tranquilidad, casi pueblerina, era engañosa. En la madrugada del domingo una violenta explosión sobresaltó a los vecinos de la Nueva Córdoba cuando autores desconocidos atentaron contra la sede del consulado italiano. A pocas cuadras, el cónsul Renato Giardini participaba de una fiesta social.

Las fuerzas del orden estaban movilizadas. El policía Ramón Gacitúa resultó gravemente herido al intentar desactivar la bomba y las autoridades esperaban dar con los responsables. Se hablaba de un complot anarquista, y también de una acción antifascista. Pronto se sabría.

El calor de los últimos días había provocado el éxodo de los habitantes de la ciudad. Los pudientes migraron hacia sus recoletas propiedades en las sierras o en la campiña. Alta Gracia, La Calera, Argüello, Villa Allende, Unquillo, Kilómetro 14, Río Segundo, Pilar, Jesús María y Totoral, eran sus lugares vacacionales preferidos. Y quienes anhelaban sentir la brisa marina, eligieron los siempre valorados balnearios de Mar Chiquita y La Para.

El resto de la población, varada en la capital, tenía que conformarse con los natatorios públicos del Parque Las Heras y del Sarmiento, o bien calmar los sofocones en las aguas del río Primero. En las jornadas agobiantes del verano centenares de familias, cargando sus vituallas, se descolgaban de las barrancas para refrescarse, y ese día no sería la excepción.

Quienes vivían en los ranchos y casuchas del Pueblo Nuevo, mucho más pobres, mitigaban el calor sumergiendo sus humanidades en el empobrecido curso de La Cañada. Las aguas del arroyo, a estas alturas transmutado en un hilo líquido, eran administradas criteriosamente por quienes, con un poco de suerte, conseguían apropiarse de algún sector privilegiado, resguardado por un sauzal. En el lugar elegido, ahuecaban el lecho barroso con las manos para dar forma a sus piscinas privadas, las que, una tras otra, formaban un encadenamiento de pequeñas lagunas.

El encargado del dique San Roque había reportado que el nivel del lago estaba por debajo de los 18 metros y los funcionarios de la capital cordobesa comenzaron a preocuparse. La escasez de agua se advertía en muchos sectores de la ciudad y los pozos semisurgentes no daban abasto. Cientos de mujeres, hombres y niños, jóvenes y ancianos, peregrinaban con carretillas y carros cargados con tachos y baldes para surtirse de ellos.

En las sierras, los pequeños arroyos habían desaparecido y las vertientes eran exiguas. Sólo los principales ríos mantenían cierto caudal, situación que conformaba a los veraneantes pero no a los residentes. Había llovido, sí, pero no lo suficiente para sentir alivio. La sequía se prolongaba demasiado; plantas y animales la sufrían y el cambio meteorológico se hacía desear.

En Villa Carlos Paz las chicharras anunciaban otro día agobiante. El canal que construyó Don Carlos tiempo atrás, atenuaba en parte las necesidades del pueblo. Los tanques de reserva y los pozos domiciliarios aseguraban el suministro hogareño, pero todos se inquietaban por los cultivos y las bestias.

Ese lunes de estío, como todos los días del año, las tareas de campo en la estancia Santa Leocadia habían comenzado al alba. Pero el pueblo tenía su propio ritmo y las calles aún se veían tranquilas. Los hornos de pan perfumaban el aire con su delicioso aroma, entremezclado con la fragancia de la flora serrana que lo invadía todo.

Los repartidores circulaban en sus carros y jardineras, abasteciendo con frutas, verduras, hortalizas y leche fresca a los veraneantes que alquilaban las casas construidas por Carlos Paz y a las familias que poseían sus propias residencias de veraneo, además de aprovisionar los almacenes, hoteles y hospedajes de la villa.

Los vehículos procedentes de Córdoba y de otras localidades serranas pasarían recién cerca del mediodía. Solo “el petizo” Romeo Galvani, conduciendo su elegante “Nash” de siete asientos y doble encendido, se les adelantó en dirección a Las Cumbres, cumpliendo su itinerario de rutina hasta Villa Dolores.

Algunos viajeros se detenían para abastecerse del surtidor de nafta instalado irrespetuosamente al lado del monolito inaugurado en 1915, frente al hotel “Carena”. Conductores y pasajeros aprovechaban la oportunidad para estirar las piernas y beber algo fresco en el bar aledaño.

Mientras tanto, los huéspedes de los dos principales hoteles charlaban animadamente en sus salones mientras terminaban el desayuno, esperando el arribo de los diarios de la capital con las últimas noticias. Años atrás las publicaciones eran despachadas por tren y un correo a caballo las retiraba de la estación Cassaffousth junto con la correspondencia, pero desde el acondicionamiento del camino nacional llegaban en la mensajería, más rápido y temprano.

Muchos eran los temas de conversación en esos días: las amenazas bélicas entre Bolivia y Paraguay, el casamiento del príncipe heredero Umberto con la plebeya María José, la rebelión civil en el Indostán liderada por un tal Gandhi, la epidemia mundial de psitacosis, y por supuesto, el inevitable tema del tiempo; el meteorológico claro, porque del cronológico nadie se preocupaba.

Algunos afortunados contaban orgullosos la experiencia de haber visto en persona a quien llamaban “el ruiseñor porteño” en el “Palace Theatre” de Córdoba. Carlos Gardel, acompañado por sus guitarristas Barbieri y Aguilar, se había presentado el viernes y el sábado dejando sinnúmero de admiradores, y aún más, de admiradoras. Otros habían concurrido al cinematógrafo –que algunos aún se empecinaban en llamarlo biógrafo- para ver la versión sonora de la película “El hombre de la máscara de hierro”, protagonizada por el actor en ascenso Douglas Fairbanks.

Pocos se enteraron de que el ministro nacional de Hacienda, Enrique Pérez Colman, había estado en la villa el fin de semana, lugar elegido para las vacaciones de su familia. Los partidos políticos se preparaban para las elecciones parlamentarias de abril y el funcionario había traído instrucciones del presidente Irigoyen para la ocasión. Tras algunas reuniones con la dirigencia local, regresó a Buenos Aires en el expreso nocturno del domingo.

En los pasillos y jardines del “Yolanda” se escuchaba el bullicio de los niños que se preparaban para bajar a la playa de arena dorada que se extendía detrás del hotel, llevando consigo sus baldes y palitas. El griterío infantil reverberaba en los baldosones y arcadas de las galerías superiores y bajaba por la elegante escalinata hacia el vestíbulo del hotel, cual cascada de alegría. Sus madres y acompañantes intentaban en vano mantener el orden mientras hacían recuento de lo que necesitaban para protegerse del sol; sombrillas y capelinas para ellas, gorros y sombreritos para ellos.

Era media mañana y timbró el teléfono en la casa de Carlos Paz. Atendió su hija mayor Margarita, encargada de la pequeña central telefónica del pueblo. A través del impersonal alambre escuchó la voz angustiada de su madre que la llamaba desde la ciudad. Entonces, su cuerpo se petrificó, la palidez ganó su rostro y por unos instantes no pudo articular palabra. Luego rompió en llanto.

El desconcierto se apoderó del resto de la familia. Rosita, que hacía pocos días había llegado de la capital para pasar sus vacaciones en “Las Margaritas”, lloraba abrazada a su hermana. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Luego José Bergamín se recompuso para anunciar la infausta noticia a los demás…

– Don Carlos ha muerto! (*)

 

Así informó el diario vespertino “Córdoba”, el 13-01-30, la muerte de Carlos Nicandro Paz.

A las nueve y treinta horas del 13 de enero de 1930, en la clínica del doctor Juan Caferatta, situada en la calle Vélez Sársfield 328 de la ciudad de Córdoba, dejó este mundo Carlos Nicandro Paz.

Meses antes había regresado a la casa paterna de la calle 9 de julio esquina Jujuy, aquella misma casa que lo vio nacer y que fue su hogar hasta 1890 cuando tomó la decisión de hacerse cargo de “Santa Leocadia”.

En el último año había adelgazado mucho, y aunque su físico acusaba los síntomas de la cruel enfermedad que padecía, su carácter se mostraba firme como siempre. Hacía ya un tiempo que había delegado los asuntos de la estancia en sus allegados.

En julio de 1929, cuando presagió que su final estaba próximo, redactó su testamento y en un sobre lacrado con sus iniciales lo depositó en manos de su amigo y albacea Facundo Escalera, presidente del Banco de Córdoba. Ya todo estaba dicho.

Con su desaparición física concluyó la etapa fundacional de nuestra ciudad, iniciada en 1903 cuando Carlos Paz encaró la construcción del canal de riego y de las primeras casas de veraneo. Luego de su muerte comenzó otra, caracterizada por el dinamismo social y el acelerado desarrollo urbano de la pequeña villa que él impulsó. Esa misma villa que cada día que pasa nos sigue sorprendiendo.

 

(*) Texto extraído del libro “Crónicas de Villa Carlos Paz 1890-1930”

 

Nota correspondiente a la edición n° 448 del semanario La Jornada, del 15 de enero de 2017.

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here