¿Qué pasó con Agustín Briolini?

Este 23 de noviembre se cumplen cuatro años del fallecimiento de Agustín Briolini. El cantante de la banda Krebs murió tras recibir una descarga eléctrica mientras probaba sonido para la presentación de su primer disco, en el teatro del Sol.

La investigación de la causa quedó en manos del fiscal Ricardo Mazzuchi pero no arrojó, hasta ahora, respuestas sobre lo que sucedió aquel trágico día y quiénes fueron los responsables.

Ezequiel Britos, que en aquel momento era el manager de la banda, publicó en su perfil de Facebook un estremecedor relato de lo acontecido el 23 de noviembre de 2014. El emotivo escrito termina con una pregunta que es la de todos: ¿Qué pasó con Agustín Briolini?

 

El texto

¿Qué paso con Agustin Briolini?

El 23 de noviembre de 2014 amaneció con un sol inmenso y un viento ameno que presagiaba un día perfecto. Daba lo mismo cómo hubiese amanecido; aunque nos hubiese acompañado un día gris, nosotros respirábamos otro aire. Era el día en que todo el trabajo de más de 12 meses llegaba a su fin. El plan era concreto: concentrarse en ese día, poner todas las fichas en la presentación. Al día siguiente rever algunas cuestiones para el próximo año. Córdoba Capital era la próxima cita. Buenos Aires la siguiente. Ese 23 de noviembre era el fin de todo lo que nos habíamos propuesto y el comienzo de lo desconocido.

La ansiedad, por ese tiempo, era una constante que me traía momentos duros. Había mucho en juego esa noche y no pude parar de pensar en todas las posibles variables. Si bien se habían vendido muchas entradas y teníamos el lugar casi lleno, había otras cuestiones que incomodaban. Había un plan que tenía que ser llevado a cabo a la perfección. Teníamos los horarios calculados para que todo saliera según lo acordado. Me levanté y lo primero fue escribir un mensaje al grupo de Whatsapp recordándoles a los miembros de la banda de todo lo que tenían que llevar.

De a poco fueron amaneciendo Agustín, Diego y Gustavo, los integrantes de la banda. La ansiedad corría en todos por igual. Cualquier inconveniente, cualquier falla, cualquier detalle olvidado, daba igual. Iba a estar todo bien y teníamos que conservar la tranquilidad.

Bajé caminando hacia la ruta por donde Diego me buscaría para ir a Nivel Dos, productora que nos alquilaban los equipos para el concierto de esa noche. Ahí nos encontraríamos con Daniel, que nos prestaba su camioneta para llevar la tarima de la batería. Nos encontramos en la puerta, nos abrazamos los cuatro, felices, expectantes, sabiendo que todo salía según lo planeado. Había realización en cada segundo que pasaba. Se sentían logrados. Hablaban con seguridad. Quizás Agustín nos transmitía inconscientemente todo lo que palpitaba, porque no había lugar para las dudas.

Agustín era el cantante, compositor y guitarrista de la banda. Era un hermano que había re-conocido en una época muy difícil. Era una persona con la cual nos habíamos conectado en otro nivel. Éramos dos rocas que encajaban. Sentíamos empatía en el uno por el otro. Entendíamos al universo como un gran conector. No era casualidad nuestro encuentro y queríamos saber a dónde nos llevaba.

Bajamos las interminables escaleras de Nivel Dos con el soporte. Lo metimos en la camioneta, nos comunicamos con Federico y Pascual, que iban a encargarse del sonido esa noche. Ellos ya tenían el camión con todos los equipos cargados. A las tres en punto íbamos a estar en la puerta del teatro para empezar a meter todos los equipos y armar el sonido. El plan estaba en marcha.

Llegamos al teatro a las tres menos cuarto. En teoría nos encontraríamos con José María, encargado del sonido en el Teatro, para que nos abriera la puerta de servicio del y pudiéramos ingresar con los equipos. Llegamos y estacionamos los autos en el pasaje que da a la parte trasera del lugar. Ya nos esperaban allí Cecilia Stocco y Nicolás Astegiano. Cecilia iba a estar cantando esa noche como invitada. Nicolás era el productor del disco de Krebs y sería el encargado del sonido esa noche. Además estaba Kevin Cretari, amigo de la infancia de Agustín, que tampoco se quería perder ningún pedazo de un día histórico, por lo menos para nosotros. Nos abrazamos mientras al teléfono intenté en vano comunicarme con Roxana, la encargada del teatro. José María no atendía el teléfono, por lo que decidí dar la vuelta e ingresar por la puerta principal.

Ingresé al lugar como si fuera mi casa, como si ya lo conociera, como si lo hubiera caminado mil veces. Caminé hasta el fondo de los videojuegos que están en la parte inferior de la galería y llegué a los camarines. Continúe hasta el final del pasillo y abrí una puerta que salía al pasaje. Ahí estaban todos y empezamos a ingresar los instrumentos, las maquinas de humo y la ropa. Los camarines eran un desastre o era mucho menos de lo que imaginábamos. Había uno solo en condiciones para los músicos. El otro estaba sucio, con colillas de cigarrillos tiradas en el piso. La salida de emergencia estaba tapada con caños de metal atravesados. Nos quejamos porque pensamos que era injusto pagar tanto por un lugar que no estaba en condiciones. El lugar estaba mugriento, las duchas no funcionaban y había moho en el piso y las paredes. Había un solo baño que estaba en condiciones y solo salía agua fría. Comenzaban los primeros inconvenientes pero no había tiempo para quejas. No había nada que nos pudiera quitar la emoción. “Debe ser que no somos estrellas de Buenos Aires, por eso nos atienden así”, bromeamos. Era un problema menor pero igual debíamos salir para buscar otro lugar donde bañarnos antes del show. Gustavo, el bajista de la banda, propuso su casa por la cercanía.

Federico y Pascual llegaron con los equipos y decidimos que los ingresaríamos por la puerta principal, ya que eran amplificadores, cajas y potencias pesadas. Era preferible usar los carritos e ingresarlos por el frente. Ya eran las cuatro menos cuarto.

A esa hora, los sonidistas bajaban los equipos. Mientras íbamos viendo como descargaban, nos mirábamos entre nosotros con sonrisas cómplices. El sonido era monstruoso. Era demasiado para un lugar tan chico. La sala tenía capacidad para 400 personas y se dividía en dos plantas. Las plateas estaban en la parte superior. El plan continuaba como lo imaginábamos.

Mientras seguían descargando los equipos y acomodando todo arriba del escenario, me dirigí a la puerta para hablar con la encargada de la boletería, para dejarles entradas, marcarles el precio, dejarles la lista de periodistas invitados. Luego fui a un cyber cercano a imprimir un cartel sencillo que decía “Presentación Disco Krebs. Anticipadas $60”.

Además, se me ocurrió imprimir el poema que Agustín había escrito para esa noche y pegarlos en las puertas. Así que salí del cyber lleno de papeles y me dirigí nuevamente hacía el teatro. Le pedí prestada una cinta de papel a las chicas de la boletería y me dispuse a pegar los carteles. Mientras tanto, Agustín y Diego se cruzaban a una hamburguesería a comprar comida. Hacía ya una hora y media que estábamos en la sala, entre la descarga de los equipos y los bolsos que acomodábamos en los camarines y el hambre apretaba. Cuando volvieron, por el olor a pepino, los mandaron a comer a los camarines. Bajaron con las hamburguesas a comer mientras arriba se seguía armando el sonido.

Cuatro y media. Estamos todos adentro, con la ansiedad hirviendo en la piel. Nos juntamos en los camarines a acomodarnos. Juntamos el dinero de las entradas vendidas. Me dieron la lista de las personas que restaban pagar. Contamos el dinero que teníamos y ya habíamos superado con creces el monto a pagar por el alquiler. Estallábamos de felicidad. Ya teníamos todo el dinero y el resto era ganancia para la banda. En ese momento, una meta se había cumplido: no salir perdiendo plata.

Reíamos hacinados en el pequeño camarín. Yo prendí mi computadora para promocionar el show y me quedé un rato encerrado mientras arriba armaban el sonido. El camarín era chico, con una mesa de madera larga, dos sillas, dos espejos grandes y un perchero para colgar los abrigos. Dejamos las camisas y los sacos colgados. Los zapatos quedaron dando vueltas, amontonados sobre la mesa. El otro camarín, contiguo al primero, no tenía espejos, ni sillas. Subí al escenario y repartí las hojas con la lista de canciones de esa noche.

Adentro, seguían armando sonido. Nicolás y los sonidistas conversaban cuestiones referidas al sonido.

Cinco y media. Estábamos todos en el escenario. Diego armaba la batería. Agustín saltaba de la emoción, cantaba, bailaba. En un momento, encontró un gorro de utilería, un gorrito de cancha, con las orejas que caen a los costados como dos pompones. El gorrito era de Independiente. Se lo puso y empezó a bailar en el medio del escenario como un murguero. Dejó de bailar, sacó el celular y se sacó una foto sonriendo.

Mientras tanto, yo sacaba una foto desde el escenario, apuntando a la sala vacía y la subía a Facebook con el pie: “Vayan pensando donde se sientan que todavía hay lugar”. 
Arriba del escenario se iban ultimando los detalles.

Mientras armaban sonido, Agustín se puso a cambiarle las cuerdas a la guitarra. Daniel, un amigo de la banda, volvía de los camarines y se paseaba descalzo sobre los cables del piso. En ese momento, Diego, mirando como los técnicos afinaban la batería, lo ve a Agustín cambiando las cuerdas: 
– Míralo al loco, cambiando las cuerdas a punto de hacer la prueba de sonido, que irresponsable…
– Y mírate vos, no estás haciendo nada, al lado de la batería… ¿Qué estás haciendo vos? 
– Yo acá esperando a que mi gente termine de afinar la batería. Mi batería va a estar lista en un toque, vos todavía tenes que cambiar las cuerdas
– Voy a terminar de poner las cuerdas antes de que armen la batería, olvídate.
– ¡Volá! Mira todo lo que te falta, todas las cuerdas, a mi me falta microfonear nada más y ya está todo listo. ¡Estás loco vos!
– Te apuesto lo que quieras a que termino antes que vos. Apostamos lo que quieras.
– Dale, la próxima vez, cuando toquemos en River, vos organizas todo y yo no hago nada. Armas y organizas todo vos. 
– Dale, trato hecho.

Ya salía música por los parlantes. En ese momento recordé que no habíamos terminado de definir las visuales. Lo llamé a Agustín para preguntarle si había traído su computadora con las visuales. Me respondió que no, que no teníamos el proyector y que era un despropósito traer visuales si no teníamos con qué proyectarlas. El escenario tenía una pantalla gigante que intentamos bajar en varias oportunidades. Me dirigí a hablar con José María para consultarle como bajar la pantalla hasta el escenario. Cuando volvimos los dos juntos, el proyector bajaba lentamente. Entre Kevin y Gustavo se habían dado maña y habían conseguido bajarla. El problema ahora era que no teníamos proyector. Le pregunté a José María si me podía conseguir uno y me dijo que creía que tenía uno dando vueltas. Al rato, volvió nuevamente con un proyector en sus manos.

No teníamos la computadora y teniendo en cuenta la hora, era un problema ir hasta la casa de Agustín en San Antonio a buscarla. En cualquier otra situación, en cualquier otro momento, Diego y Agustín hubieran entrado en una discusión sin fin por la cuestión de las visuales. Pero ese día, daba igual.

Ezequiel, hermano de Agustín, se ofreció a hacer el viaje y volver, ya que tenía que buscar su cámara y bañarse. Le pregunté si hacíamos tiempo para su vuelta e instalar todo. Me preocupé. Agustín me tranquilizó: “Si llega todo bien y si no llega no importa, saldremos sin visuales. La vamos a romper todo igual, hermano. Quédate tranquilo, entre la música y las luces van a flashear todos.” Ezequiel salió con rumbo a su casa.

Seis y media. ¿Seis y media? No lo sé, el tiempo se empieza a tornar difuso. ¿Por qué se fue Ezequiel? ¿Por qué se fue justo en ese momento? ¿Hubiese sido insoportable vivir con lo que iba a pasar? No lo sé. Federico y Gustavo también se fueron. Necesitábamos un cable y se fueron hasta la sala de ensayo Fold, propiedad de Federico, a buscarlo. El escenario estaba casi listo. Volvimos a subir la pantalla. Cecilia se fue porque le pedí que nos prestara su notebook. La computadora de Agustín estaba lenta y teníamos dudas de si aguantaría las visuales en medio del show.

A la media hora volvió Cecilia con su notebook. Dejamos todo en los camarines. Esperábamos el momento y el plan venía funcionando. Estaba todo casi listo. Diego se subía a la batería y empezaba golpearla con fuerza. Cada golpe del bombo era un estruendo que hacía temblar toda la sala. Nos imaginábamos, entre risas, la sorpresa del público cuando escucharan sonar la batería. Diego estrenaba unas baquetas que le había regalado. Gustavo y Federico todavía no habían vuelto. Nicolás y Pascual ultimaban detalles en el escenario. Arriba del escenario jugaban con las cosas mientras dejaban todo listo.

Fui hasta la boletería. Les pregunté a las chicas si se había vendido alguna entrada más o si se había presentado algún medio de comunicación. Me dijeron que no, que no había pasado nadie.

Había mucha felicidad en el aire pero la ansiedad jugaba su juego y a medida que se acercaba la hora, se hacía cada vez más pesada. Justo cuando estaba en la boletería llegó Franco, un amigo de la infancia, que me acompañó a comprar comida. A la vuelta veníamos hablando mientras le mostraba los flyers. Leyó el poema y se quedó en silencio.

Ingresamos a la sala y recordé que era conveniente ir a comer abajo. Bajé con Franco a los camarines. Le mostré el lugar y nos quedamos comiendo. Bajó Kevin y nos quedamos conversando los tres. Arriba se escuchaba la batería que sonaba. Se escuchaban risas. Alguien tocaba la batería pero no era Diego por que él había bajado a comentarme algo. Cecilia tocaba la batería. Agustín se disponía a probar la guitarra. Los primeros acordes de la noche. Diego subía y, con su celular, filmaba un video de unos minutos donde se lo ve a Agustín en un costado tocando la guitarra, riendo, con el micrófono de su lado.

De repente se dejó de escuchar la batería. Diego había dejado de filmar y dejaba su celular en un costado para sentarse en la batería. Franco y Kevin querían ir a comprar algo para tomar. Yo terminé de comer y me prendí un cigarrillo. Franco me acompañó con el cigarrillo y Kevin se quedó con nosotros. La guitarra se presentaba tímida (todavía estaban acomodando algunas cuestiones).

Terminé de fumar y Franco me pregunté si quería subir. Le dije que me quedaba, que tenía que terminar de hacer unas cosas; quería pasar una foto que tenía en el celular a la computadora para subirla a Facebook. Me quedé en el camarín con Kevin. En el escenario, Diego esperaba su momento para tocar la batería, Agustín se acomodaba la guitarra en sus manos, Cecilia miraba, Franco subía al escenario, Ezequiel no había vuelto, Daniel se había ido a trabajar, Gustavo y Federico no habían regresado, Nicolás estaba en el escenario de pie y Pascual estaba detrás de la consola operando.

Siete y algo. ¿Siete y algo? No lo sé, el tiempo ya era una ilusión. Diego se dispone a golpear por primera vez en toda la noche esa batería. Agarra las baquetas y se miran con Agustín. Él le sonríe y se da vuelta para agarrar el micrófono. Agustín está exultante, feliz. No había otra cosa más que felicidad en el aire. Diego no alcanza a tocar cuatro tiempos. De repente, yo, todavía en el camarín, dejo de escuchar el sonido al mismo tiempo que Diego agachaba su cabeza para golpear la batería con fuerza. Un eco resuena en la sala. Una cuerda que quedó ahí, tirando un acorde interminable.
Escucho gritos. Cecilia baja corriendo hasta donde estamos con Kevin. Agustín se está electrocutando. Me grita, tardo en reaccionar. ¿Agustín se está electrocutando? La miro a los ojos a Cecilia, fuera de órbita. Algo grave está pasando. Me levanto y corro, confundido, despavorido, sin dirección aparente. ¿Cómo era posible, si estaba todo planeado? Estaba ocurriendo algo que estaba fuera de los planes.

Arriba Diego intenta acercarse a Agustín pero siente estática en los pies, a dos metros de distancia. Entiende que no puede acercarse. Con más afán que conciencia se acerca con sus baquetas en las manos e intenta separarle el micrófono de la mano. No puede y se aleja. Nicolás le pega una patada en la guitarra, primero con tibieza. Diego ve chispazos en el pecho de Agu. Destello de estrella en el cielo, nadie puede tocarte. Pascual gritaba que ya había desconectado todo pero Agustín seguía pegado. Salí corriendo hacia la puerta trasera, la abrí, miré hacia fuera, grité. Saqué el teléfono y marqué el 911. ¿Qué hago? Esta vez el teléfono no me va a salvar la vida. Arriba se escuchaban los gritos. “¡Pascual desconecta!”, “¡Nico apaga!”. La segunda patada de Nico es letal. Le pega en la guitarra y se rompe la cuerda, la misma en dónde estaba enganchado. Agustín cae con fuerza al piso. La guitarra cae a su costado. Diego se acerca para tocarlo pero entiende que todavía no puede acercarse. Lo mira a los ojos y entiende que él todavía está ahí. Se acerca y lo llama. Los ojos de Agu se quieren quedar pero en cuestión de segundos se van para no volver.

Los gritos se entremezclan en mi cabeza. No sé quién grita, no sé a quién le gritan. No puedo pensar. Salgo corriendo por la parte inferior de los camarines en dirección a la puerta principal. Todavía no había subido al escenario para ver qué pasaba. No pensaba en nada. Diego salta del escenario y empieza a correr. Yo corría por la parte inferior hacia la entrada con toda mi fuerza. Mientras corría, sentí como el tiempo se fragmentaba en nanosegundos; podía verlo, quizás por el impulso de la velocidad en un pasillo lateral, a Diego corriendo a la misma velocidad a la que iba yo. Los dos corríamos hacía la puerta principal. Íbamos flotando en el aire, el tiempo se ralentizo. La distancia se hizo eterna. Les gritamos a las chicas de la boletería que Agustín se electrocutaba, que llamaran a la ambulancia, a la policía, a los bomberos…

Volvimos corriendo por el pasillo lateral por donde había bajado Diego. Entramos corriendo a la sala y subimos al escenario. ¿Cuánto tiempo había pasado? Un minuto, dos, mil. El tiempo no tenía forma. El espacio y la situación dominaban todo. Agustín estaba tirado en el piso, abrazado al micrófono, la guitarra a su lado. Los gritos seguían. ¡Alguien que apague todo! Las luces seguían encendidas y los amplificadores habían quedado sonando en un loop infinito. Lo vimos a Agustín en el piso pero no sabíamos si todavía estaba pegado. No encontrábamos la llave, no sabíamos cómo hacer para apagar todo. Tenía que haber un interruptor en algún lugar. Estábamos perdidos y Agustín seguía tirado en el piso con los ojos perdidos. Nos gritábamos entre nosotros, era un caos. El encargado del lugar no estaba. Estábamos nosotros ahí, con la vista absorta, incrédula, gritándole a las paredes, a las butacas, a la gente que todavía no había llegado, a Dios.

De repente alguien apagó todo (o creímos que así había sido por el silencio de los amplificadores) y Agustín su brazo derecho a un costado. Me acerqué para mirarlo de cerca. Voy a aterrizar y hoy no me siento bien. Quedó tirado, boca arriba, con los brazos extendidos y la guitarra a su lado. La desesperación fue aún mayor. Todos los que entrábamos nos encontrábamos con la situación de tener a nuestro amigo en el piso sin poder hacer nada. Gritábamos, suplicábamos. Yo empecé a llorar mientras Cecilia me calmaba. Alguien trajo a un chico, mozo de un bar cercano, que hacía primeros auxilios. Esperanza. Se acercó a Agustín y comenzó a hacerle masajes en el pecho y a contar el tiempo. Alrededor, todo era un desastre. Los equipos estaban tirados, era el sueño de una película de la que había que despertar. Nos agolpamos todos cerca del muchacho. Alguien sugirió que lo dejáramos respirar, que nos alejáramos. Nos tomamos de las manos, no nos podes dejar así Agustín. ¡Dale Agus! ¡Dale negrito, volvé! El chico le hacía masajes en el pecho, tomaba el tiempo entre masaje y masaje. Veíamos como Agu intentaba respirar. Sus pulmones se contraían. Sus ojos estaban perdidos pero sentíamos que estaba luchando por volver. Peleaba con todas sus fuerzas por enfocar sus ojos y despertar. Le dábamos fuerzas, le suplicábamos un poco más. ¡Dale Agus! Cecilia llamaba por teléfono a una amiga doctora y le preguntaba qué hacer.

Nos juntamos a un costado mirando como el chico masajeaba su pecho. Las manos no le respondían. ¿Cuánto tiempo había pasado? Diez, quince minutos. El tiempo se escapa. Cada minuto era eterno. Parecía que todo el caos se había transformado en neblina. Todo era difuso.

Nadie tenía respuestas para lo desconocido. Kevin le pedía el teléfono a Diego para llamar a Fernanda, que justo estaba cerca. Nosotros les gritábamos a las chicas de la boletería, que estaban entre las butacas, por ayuda. Nos gritaban que ya habían llamado a la ambulancia, que ya llegaba. Entre la gente que pasaba, alguien encontró a una doctora. La doctora entró y se abalanzó sobre Agustín para ayudarlo. La doctora hizo trabajos de primeros auxilios, masajes en el pecho, respiración boca a boca. Cada vez era más difícil lograr que volviera. La esperanza se desvanecía como arena entre las manos. Habíamos estado tan cerca. Mi cabeza era un infierno y los pensamientos se mezclaban y explotaban.

La doctora se levantó al ver que entraban los auxiliares de la ambulancia. También ingresó un policía que informaba por teléfono lo que estaba pasando. La doctora le dejo el lugar a los paramédicos. Parado en un costado, vi que la doctora salía de la sala. Pensé en agradecerle por su esfuerzo, por haberlo intentado. Salí de la sala para agradecerle y le pregunté cómo estaba Agustín, si había posibilidades de que sobreviviera. Le pregunté si todavía quedaban esperanzas. 
Me dijo que no.

Volví a la sala y pude ver nuevamente el rostro de Agustín. Ya no estaba más ahí. Estallé en llanto. Franco me abrazó. Cecilia empezó a llorar y nos abrazamos los tres. Diego se fue a la parte superior de la sala y se sentó en una butaca a mirar todo desde arriba, a pedirle mil veces a Dios que lo trajera de nuevo. Abajo llorábamos abrazados. Yo sabía que era el final. Los paramédicos trabajaban sobre Agustín, le introducían artefactos por la nariz y la boca pero ya era evidente que él ya no estaba más. Aún así, la esperanza rebotaba en mí y se iba. Llegaba y salía, como la vida y la muerte. No sabía y no podía entender lo que sucedía. Quería creer pero no podía. Estábamos solos en nuestro espíritu. Llegó Fernanda Gigena, psicóloga con la cual Agustín había constelado. Tenían una relación especial. Cuando la vi entrar, la esperanza volvió a entrar en mí como un rayo. Pensé que ella era la única que lo podía traer de nuevo. ¿Qué hacía Fernanda tan cerca del teatro? Kevin la había llamado, eso estaba claro. ¿Pero justo estaba cerca? No lo sé, pero fue el último trozo esperanzador ese día.

Llegó y se acercó a Agustín, le quitó las zapatillas, tomándolo de los pies y comenzó a hablarle. En ese momento, subí a buscarlo a Diego para contarle lo que me había dicho la doctora. Bajamos y nos unimos a Kevin y a Cecilia, a sujetarlo de los pies. Fernanda le hablaba, le decía que volviera, que no tuviera miedo, que estaba todo bien. Empecé a llorar de nuevo y Fernanda me pidió que dejara de llorar, que no lo ayudaba, que si quería llorar que saliera de la sala. Hice fuerzas para dejar de llorar y me quedé agarrándolo de los pies. Fernanda seguía hablándole, guiándolo, intentando traerlo de nuevo. Las lágrimas corrían calladas por mi mejilla. Diego, Kevin y Cecilia hacían lo imposible por mantenerse ahí. Fernanda imploraba y decía cosas que ya no recuerdo, pero que nosotros repetíamos. Hacíamos fuerzas para traerlo de nuevo. Los paramédicos se disponían a hacerle un electroshock así que lo soltamos y yo salí de la sala a tomar aire.

Volví a entrar a la sala y observé la situación parado a un costado. Franco me abrazó y nos quedamos a su lado. Nos volvimos a abrazar con Cecilia. Yo ya sabía que no había nada que hacer pero la esperanza seguía ahí adentro, latente. En cualquier momento Agustín se levanta.

Gustavo, el bajista de la banda, llegó junto a Federico. Fue demasiado para él. Quiso ingresar a la sala y se mareó. A los tumbos, salió de la sala y, al borde del desmayo, se encontró con Bruno, amigo de la banda. Bruno lo sentó y le dio agua. Luego se lo llevó del lugar, a caminar sin rumbo. Federico se quedó junto a nosotros, desgarrado y sin entender qué era lo que había pasado en su ausencia. Intentábamos explicarle, explicarnos, pero no encontrábamos respuestas.

Una de las chicas, paramédica, lloraba en silencio. Pasaron minutos, la gente se agolpaba. Algunos curiosos que daban vueltas por la galería espiaban por la puerta abierta de la sala. Un policía en la puerta los alejaba del lugar. Pasaron minutos interminables. ¡Dale Agustín! En un momento, los auxiliares dejaron de trabajar y comenzaron a guardar sus cosas. Los miramos, esperando a que alguien finalmente nos dijera algo, aunque ya lo sabíamos. “¿Qué pasa doctor? ¿Qué pasa?”. El doctor movió la cabeza de lado a lado, negando. No hacían falta palabras.

Nos abrazamos todos. No había consuelo. Agustín se había ido ahí. Tocó la puerta y la divisó entreabierta. Caminó fiel, convencido, no necesitaba nada más para estar ahí. Era su sueño y se fundía entre sus manos. Con una mano en la guitarra y otra en el micrófono. Así de fugaz y simple. Diego se acercó para despedirse con lágrimas en sus ojos.
“Mira lo que hiciste Agu. Nos vemos. Gracias, te amo hermano”.

Agustín Briolini se fue en la puerta de su cielo.

Ocho menos cuarto. ¿Ocho menos cuarto? No recuerdo. El tiempo ya no importaba un carajo. No había ningún tipo de consuelo, ni palabras. Ya no había plan. Solo eran sollozos silenciosos, míos y ajenos. Diego gritó al aire: “Hijos de puta”. El grito desgarrador retumbó en las paredes de la sala. Agustín seguía tirado en el piso y no lo queríamos dejar solo. La policía llegó junto a encargados de la fiscalía, y nos recomendaron que saliéramos. Mientras íbamos dejando la sala, pensamos que alguien tenía que llamar a Nora, su madre, para contarle lo que había pasado.

Tardé en tomar valor para hacerlo, ¿cómo le decís a una madre que acaba de perder a su hijo? La vida nunca me preparó para eso y todavía siento culpa. Diego era un fantasma, Gustavo se había ido. Sentí que no tenía otra opción. Cecilia encontró el teléfono de Agustín arriba de un parlante y escuchó que sonaba. Era Néstor, el padre. Cecilia atendió y les dijo que vinieran, rápido. Antes de quebrarse me pasó el celular a mí para que hablara.

Alguien ya les había dicho que Agustín había tenido un problema pero todavía no le habían dicho que ya no estaba más. Nora, la madre, pidió hablar con él. Le dije que no podía hablar con él, que viniera urgente. Insistió nuevamente. “¿Dónde está mi hijo? Pasame con Agu”. Le respondí que viniese rápido, me dijo que estaba en camino. Volvió a pedirme por su hijo. Corté el llamado.

De a poco fue llegando el público. Muchos se enteraban a medida que iban llegando, con el revuelo de las ambulancias y la policía en las puertas cerradas del teatro. Nosotros nos quedamos adentro, sentados en un pasillo, esperando a que llegaran sus padres, sus hermanos, su familia. ¿Qué carajos había pasado? Había tantas cosas por explicar y no sabíamos qué decir ni cómo decirlo. Fueron llegando de a uno y nuestra mirada no necesitaba de palabras. Cuando llegó Ezequiel no sabía lo que había pasado. Nuestras miradas fueron fulminantes. Quebramos todos nuevamente en llanto. Sería nada más que el comienzo de un día sin fin.

Nora llegó un rato después. Algunos de nosotros habíamos entrado a la sala a recoger algunas cosas. Desde lo alto del escenario vimos como ingresaba Nora junto a Néstor. La sala fue un silencio súbito hasta que Nora estalló en ira para acercarse lentamente a su hijo. Néstor la sujetó por detrás. Nora caminó hacia Agus y le pidió que se levantara. Nos alejamos de la sala para dejarlos solos.

Afuera la gente que iba llegando se iba enterando de lo que pasaba. Ni siquiera nosotros entendíamos qué pasaba. La situación era mucho más grande. La gente llegaba y se agolpaba en las puertas. Algunos amigos se iban sumando y quedaban perplejos ante lo que se vivía. ¿Cómo que falleció Agustín? A esta altura, todo parecía una obra de comedia negra.

Adentro todos nos reuníamos alrededor de Nora, que había salido de la sala y sentada en el pasillo, nos recibía y nos abrazaba a todos. En ese momento, entre la confusión y el miedo que sentía por lo que pasaba, le pedí perdón. Sentía culpa porque yo había sido la persona que lo había puesto ahí, en ese teatro, en esa presentación de disco. Había perdido a un amigo. Pero además había pedido la confianza en la decisión. Todo parecía que estaba planeado, que estaba en control. Que nosotros decidíamos paso a paso lo que nos tocaba. Era mía y era nuestra. Era nuestra elección estar ahí haciendo lo que hacíamos. Seguros, confiados. En un segundo, una parte de mí también había muerto. Nunca volví a ser el mismo.

Era mi culpa, había sido un desastre. Nora me calmó y me calló. Me abrazó y me dijo que no dijera más nada. La conmoción era profunda. Cecilia estaba sentada en las escaleras, pálida. Me acerqué a ella y nos fundimos en un abrazo. Nos quedamos sentados y de a poco se acercaban otros amigos que nos daban fuerzas.

Arranqué la hoja del poema pegado en la pared. Lo leí en voz alta: 
“Soy sal cuando corro hacia vos, la sal que lloro cuando te vas. Soy sal, a veces de felicidad, y lo que transpiro cuando miro atrás. Soy sal que forma parte del mar, la sal que te acaricia y me deja sin respirar. Soy sal de mi fragilidad, la misma que enseño a amar y a ser uno con el mar. A caminar en círculo cuando te vas. Soy sal porque la lagrima y la risa tienen el mismo sabor cuando estas acá.”

Ya habían pasado unas horas y no pude evitar sonreír pálidamente. Las lágrimas en mis mejillas que caían con violencia, me hacían volver sobre las palabras una y otra vez. A cada uno que se unía a nuestra ronda le leía fragmentos del poema. “La sal que lloro cuando te vas”, “La sal que te acaricia y me deja sin respirar”, “A caminar en círculo cuando te vas”, “La lagrima y la risa tienen el mismo saber cuando estas acá”.

Pensé que Agustín había escrito una carta de despedida. Lo tenía todo planeado. ¿Cómo entenderlo sino? ¿O es simplemente la manera en la que nos acariciamos a nosotros para que sea más llevadero? Parecía que nos había reunido a todos ahí para verlo ir. O solo es una manera de explicar lo inexplicable.

La gente pasa por nuestras vidas. Es una constante universal. Gente que entra y sale de nuestras vidas. Algunas dejan amor en nosotros; otras, odio, alegrías, penas, frustraciones. En definitiva, con todas aprendemos algo. Aún en la situación más dolorosa del mundo, aprendemos.

Agustin vivió de pie toda su vida y falleció arriba de un escenario, el mismo que tantas frustraciones y alegrías le trajeron a su vida. Cuando aún así hay gente que pasa por esta vida enmascarado, viviendo una vida que no le pertenece, intentando caerle bien a gente que sólo se interesa por las apariencias, cumpliendo mandatos familiares y atesorando relaciones venenosas. Aún así, Agustín tuvo la sabiduría de quitarse de encima los prejuicios. Él, tuviera éxito o no, iba a ser lo que quería ser. Brillabas como el eco en la montaña cuando suspirabas así. Así, habíamos aprendimos a elegir. Pero esas elecciones fueron nuestra condena. Quizás es simplemente ese universo que elige golpearnos para mostrarnos la verdad.

He pasado tantas noches en vela pensando qué carajos hacía yo ahí, ese 23 de noviembre, en la presentación del disco de mis amigos, qué carajos tenía que ver yo en todo eso. Nunca pude entenderlo. Las noches se hacían largas, el amanecer siempre me sorprendía en la prisión silenciosa, en el blanco del techo de mi habitación, en lo oscuro de mis párpados. Al amanecer estaré pensando en vos. Reviví incontables veces el momento, la situación que nos tocó vivir a todos ese 23 de noviembre. Es necesario entrar en los hechos pero siempre es más importante el significado. Lo que pasó, pasó. Pero ¿por qué?

Interminables noches me sumergí en un laberinto de espirales, ventanas y puertas. Las toqué a todas, las sentí, las palpé, solo para encontrarme nuevamente en el punto de partida. Una habitación oscura que a fuerza de misterio me llevó hasta lo más recóndito de mi mente para encontrar una respuesta que lo explicara todo.

En la depresión buscamos significados, en la felicidad respiramos.

Es por eso que todavía a cuatro años de lo que pasó con Agustín, en el letargo de su ausencia, todavía paso noches en vela pensando porqué sucedió lo que tenía que suceder. Agustín lo pensó todo, imagino. Agustín no sabía lo que estaba pasando, pero en el fondo si lo sabía realmente. Agustín vino a decirnos algo, cumplió, ¿era eso? No puedo saberlo porque algún día nuestros caminos se volverán a unir y creo que va a ser lo primero que le voy a preguntar.

Intento despertar todos los días de este sueño, de este sueño de ser una persona que lo conoció, del sueño de una persona que vivió la desesperanza de intentar ser en un mundo donde es mejor aparentar ser. Él fue, en su máxima expresión. No es un consuelo para mí ni para nadie. Su presencia física era tan o más fuerte que su presencia espiritual. Él fue todo lo que quiso ser y dejó tanto amor dando vueltas que se hace difícil seguir sin esa guía. Intento despertar de este sueño todos los días, intento encontrarlo. Lo presiento cerca, su abrazo y su sonrisa. Intento despertar del sueño de ser una persona que estuvo ahí ese día. ¿Por qué me tocó vivir lo que me tocó vivir? Jamás podré explicarlo. Quedan consuelos que a esta altura son absurdos. Intento despertar del sueño, para contar lo que pasó.

Agustín se fue y todavía no sabemos qué paso. Agustín se fue y todavía su causa duerme, presa de la desidia y la negligencia. Rehén de la astucia de algunos y la miseria de otros, olvido de los responsables. Tristeza de familia y amigos. Cuatro años después quedan muchas preguntas. Pero solo una nos sigue quitando el sueño.

¿Qué paso con Agustín Briolini?

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