En casa de herrero, cuchillo de palo: otra variante del abuso sexual a menores

Por María Marta Vega (*)

abuso infantil - TélamSi el abuso sexual a menores es un hecho deleznable, delictivo, que atenta contra el pudor, la dignidad, la intimidad de niños y niñas, comprometiendo su futuro; mucho peor es cuando es cometido por una figura de referencia y poder, que utiliza un contexto de supuesta contención, esclarecimiento y salud mental, y lo convierte en un laboratorio de abusos sexuales para satisfacer sus retorcidos e indiscriminados deseos sexuales a través de actos de iniciación sexual adulta homosexual y corrupción. Tal es el caso del psicólogo abusador de Villa Carlos Paz, condenado en septiembre de 2014 en un justo fallo de la Justicia Penal a 13 años de prisión por abusar y corromper a un adolescente que acudía a su consultorio.

Si el contexto familiar (mistificado como lugar sagrado de protección y amor) es un caldo de cultivo ideal para los abusadores que circulan en algunas familias, ya que tienen víctimas a su alcance, con fácil acceso a su captación y consumación de actos abusivos, imaginemos otro contexto de aproximación como el terapéutico en el que los padres –como sucedió en este caso- depositan la vulnerabilidad de un hijo púber y sus conflictos, en un espacio supuestamente seguro, confiable y esclarecedor; y que, lejos de serlo, se transforma después en un lugar de degradación abusiva, con un rostro irreversible en la sexualidad y aparato psíquico de la víctima, supuesto paciente. Es aquí donde el contexto terapéutico se transformó en un arma letal en manos de un pederasta.

Si bien el abuso sexual a menores no es exclusividad de determinadas familias, grupos ni clases sociales. Existe una amplia gama de personalidades abusivas y hay que señalar que para su consumación se necesita proximidad y cierta aceptación por parte de la víctima para lograr los objetivos. Los abusadores juegan con la fragilidad y asimetría psicológica, física, cronológica de niños y adolescentes para seducir, influenciar, convencer o amedrentar a su indefensa víctima. De allí que esto se logra en contextos en los que se puede lograr esta proximidad. Al respecto, un contexto terapéutico en manos de un pedófilo es garantía de captación rápida, facilitada por la indefensión probable con la que llegan los niños/as, púberes y adolescentes que ven en la figura terapéutica un frente de confiabilidad y credibilidad que conjuga contención con un saber, llegando a establecer un vínculo de confianza tal, que utilizado con fines perversos, será una trampa mortal para ellos.

Más allá de la conmoción, el horror y la indignación por lo generado por una persona que se supone debería ser garante de la salud mental de quienes a él acudían por ayuda, lo ocurrido nos lleva a enfatizar más que nunca el concepto de ética y respeto por las normas deontológicas que deben ser rigurosamente tenidas en cuenta a la hora del ejercicio de una profesión de la salud mental. Acceder al título de grado exige haber cumplimentado con las exigencias teóricas a través de un programa de estudio pautado y su aprobación. Nada se dice de las garantías y exigencias respecto a la sanidad mental previa al ejercicio de la praxis psicológica. En muchas actividades, el alta psicológica o la certificación de ausencia de patologías es indispensable para el ejercicio de determinadas actividades y/u oficios en los que está involucrada la seguridad de la población, pero en el otorgamiento de título habilitante para ejercer la profesión de psicólogo/a, nada se exige al respecto, ni siquiera la condición de haber realizado terapia previa y un aval acreditado que garantice la ausencia de patologías previas. ¿Será por ello que la Colegiatura de Psicólogos de la ciudad de Córdoba nada salió a decir a la opinión pública, después de que un miembro activo de su comunidad abusó y corrompió impunemente de un adolescente? ¿Será que el silencio es la mejor prueba de la complicidad de lo que no se hace o la ausencia de autocrítica cuando hay que poner palabras para explicar lo inexplicable?

El abuso sexual a menores es una vulneración de derechos y compromete el futuro de niños y niñas, afectando el destino de una sociedad. Es también una emergencia en salud por su magnitud y constituye una de las peores violencias hacia los menores. Los profesionales en general, y en especial los psicólogos, debemos estar preparados para abordarla y prevenirla, entendiendo que el abuso sexual es una relación desigual de poder, en detrimento de niños y adolescentes. Debemos revisar nuestras praxis y dejar de sostener intervenciones viciadas de asimetrías en las que el terapeuta, sostenido por concepciones teóricas, es el que detenta el poder en el vínculo reproduciendo -a veces sin querer, otras por desconocimiento-, lo mismo que se pretende erradicar. Debemos entender que son tiempos de cambios, de nuevos paradigmas como la violencia y el abuso sexual de etiología múltiple, que nos obliga a reflexionar, revisar contenidos, modificar ortodoxias y sobre todo ejercitar una ética humanista. Habría que dejar de ser una cofradía de omnipotencias basadas en una especie de poder sobrenatural que nos otorga el “cierto saber”, y hacernos cargo de la responsabilidad y compromiso social que nos imponen los nuevos emergentes. La omnipotencia y a veces el silencio cómplice es el escondite de la cobardía y del no-saber. Ojalá lo ocurrido nos sirva para crecer como profesionales, revisar nuestros errores y recuperar el prestigio y la credibilidad que casos como estos nos hacen perder, porque en casa de herrero, también hay cuchillo de palo.

 

(*) Licenciada en Psicología.  Ex-jefa en Salud mental del Comité de Maltrato del Hospital Infantil. Formadora docente en Violencia contra el/la menor y abuso sexual. Psicoterapeuta de víctimas.

 

Nota correspondiente a la edición n° 372 del semanario La Jornada, del 21 de junio de 2015.

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