La Jornada Web

¿Para qué son necesarios los bares?

Por Agustina Sosa

Una amiga me cuenta que otra amiga decidió cerrar su bar: “¿Para qué lo va a tener abierto? ¡¿Para qué?!”. ¿Para qué son necesarios los bares? Es la pregunta que se ha estampado en mi corazón en estos días. No están comprendidos dentro de las actividades esenciales. Son un foco infeccioso de personas que manosean tazas, servilletas, cigarrillos, bandejas y desilusiones. Nadie salva su vida tomando café. Y los mozos están lejos de ser enfermeros.

¿Nadie salva su vida tomando café? ¿Realmente hay tanta diferencia entre un mozo y un enfermero?

Entonces decido plasmarlo en Twitter, un tweet que dice algo así como que –cuando todo esto pase- va a tener que venir el mismísimo Ministro de Defensa a sacarme del lugar porque pienso tomarme 127 tazas de cafés desde las 9 de la mañana y hasta que las velas ardan. Y encuentro, para mi agrado, un eco compuesto por varios nostálgicos que extrañan el bar casi más que a cualquier otra cosa. (Todos sabemos que lo extrañamos más que a cualquier otra cosa, pero queda mal decirlo).

Decido escribir esta nota. Pienso que los bares se merecen este homenaje mientras descansan detrás de las persianas bajas, de tanto aire viciado y anécdotas de dudosa comprobación. Pero quiero hacer parte a los otros. Quiero descubrir dónde yace la magia de esos lugares. Quiero encontrar la verdad última de ese misterio.

“Mi viejo por momentos lloriquea solo, y cuando le preguntamos qué le pasa, nos  dice: ‘No sé cuándo voy a volver a ir al bar’… ¡ochenta años va a cumplir!” –me cuenta Cé, y además añade que todas las mañanas le prepara a su padre el desayuno como en el bar (con diario incluido) y a la tardecita su vermouth, pero él insiste en que no es lo mismo.

“Mi cortadito diario para cortar la ronda de Tribunales y leer Página12 en alguno de los bares de la zona que tengo elegidos, se extraña… era como mi recreo… y lo cumplía y lo disfrutaba”-dice Silvia. Al igual que ella, muchos coinciden con esa palabra: recreo. Los bares parecieran ser un recreo permitido entre las actividades diarias. Una suerte de pausa, un paréntesis, una bocanada de aire.

Mi amiga Lu maneja los ritmos porteños aun cuando el reloj está detenido, pero se hace tiempo para enviarme un audio acelerado que enumera parte de la importancia de tomarse un cafecito. “Por la puerta de un bar vi entrar a mi marido y dije ‘yo con este me caso’”. Y el audio continúa con lo lindo de charlar con los mozos de siempre, y luego me manda fotos de una mesa de bar que guarda en su casa y planea armar para recrear la escena si esta cuarentena no afloja.

Tanto Lu como mi viejo, coinciden en algo que me llama la atención: la importancia de la vajilla. No es lo mismo -no lo es- tomarse un cafecito en casa en otra taza. El sello con el nombre del bar es un mimo para las manos que no se encuentra en otro lado. Y volviendo a mi viejo, (y ya que decidió criarme en el “bar de Cabello”, lugar a donde siempre íbamos religiosamente, él a charlar por tiempo indeterminado mientras me compraba una coquita de vidrio, unas fichas para los videojuegos de la sala contigua o simplemente me dejaba oír sin entender esas conversaciones mientras movía mis patitas suspendidas en el aire porque la silla era muy alta) decido preguntarle qué es lo que tienen los bares:

“Yo tenía 14 años y trabajaba en los bares. Fueron cambiando mucho. Antes era muy de billar, cartas y extracto de machirulos. Con el tiempo apareció el ‘lomito’. Trajo a parejas, hamburguesas, y familias. Los cafeteros fuimos mermando. En Córdoba, hay ingredientes fundamentales: los turcos que siempre pululan jugando a algo, dominó, chinchón, backgammon, algo de ajedrez… Otros bares se transformaron en “garitos”, dados, timba y todo lo que viene por atrás. El billar fue desapareciendo al igual que la carambola. Las maquinitas (flipper) les fueron ganando lugar a las aparatosas y costosas mesas de billar”.

No estoy conforme, insisto, algo más tiene que contribuir con la magia de estos queridos tugurios.

Mi viejo continúa, a través de WhatsApp: “Lo fundamental en un bar es el café. El inigualable aroma. Los ruidos de los mozos, los ruidos intensos. Las sillas Thonet. La vajilla exclusiva. Los chusmeríos. Los negocios que se arman pero nunca, nunca se realizan. Más gente fulera que buena. Muchos adictos, al café, al juego, a vivir sobreviviendo como vocación. Y siempre depende de las edades: a más viejos, más historias pelotudas. Pero cada bar tiene su genoma, depende de la ubicación, de quiénes son los dueños, de la tradición que viene trayendo. Mucho, mucho bullying. Cofradías de frustrados.”

Me río y me emociono transcribiendo esas palabras. ¿Será que los nostálgicos fanáticos de los bares somos una gran cofradía de frustrados? Muchas personas de mi edad me cuentan que extrañan los bares porque son una forma de buscar retazos de la infancia. Anécdotas en bares de Quilmes, me cuenta Aldana, en donde su padre disfrutaba la tenencia compartida propia de padre divorciado, y le compraba alguna cosa rica mientras sus amigos entretenían a la pequeña sacando muñecos en las maquinitas de pinzas débiles. Y Orly recuerda las guitarreadas de su padre con sus amigos en bares que homenajean a los que van muriendo, cantando fuerte y lagrimeando de emoción.

¿Qué es lo que más extraño de ir al bar? Me pregunto para finalizar esta nota. ¿Salir de la facu y sentarme en algún barcito cercano a mirar la gente pasar y quejarme del canal que el mozo elige poner en el televisor? ¿Anotar ideas al azar en un cuaderno o en una servilleta? ¿Leer alguna novela de Isabel Allende que suspira abollada adentro de mi mochila? ¿La coquita de vidrio que mi viejo me compraba? ¿Preguntarle al de la mesa de enfrente si ya terminó de leer el diario desteñido y manoseado? ¿El aire espeso? ¿La pausa dentro de la pausa?

¿Qué mirará la estatua de Daniel Salzano clavada en la esquina del bar Sorocabana, ahora que casi nadie transita por la plaza San Martín?

“¿Cuándo cruzará el autobús este callejón sin salida?”- se pregunta Joaquín Sabina en la canción “Lágrimas de Plástico Azul”, cuyo videoclip transcurre en un bar. Espero que pronto. Espero que más temprano que tarde podamos volver a enamorarnos de aquel tipo que cruza por la puerta del bar, a planear planes que nunca se van a concretar, a sacudir los sobrecitos de azúcar espantando los clavos de la rutina y a maldecir si nuestra mesa preferida está ocupada.

Espero que el reloj vuelva a funcionar, así disfrutamos nuevamente la culpa de perder el tiempo en un bar.

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